No se puede hacer hoy en España una combinación como la de Serrat y Sabina. No hay dos cantantes que signifiquen tanto para la canción popular, ni dos creadores que hayan renovado de tal manera la canción de autor. Si se me permite la broma, sería como casar a Sinatra con Elvis, que por cierto cantaron juntos.
Con Serrat y Sabina se unen los dos máximos exponentes de dos estilos. Serrat es el autor que llevó la canción propia a escala popular. Recogió el testigo de Paco Ibáñez para crear una música que escalara los andamios y se entonara en las tabernas de España. Le puso a Juanito Valderrama a estudiar a Machado. Inventó la canción comprometida de éxito. Y de paso creó un género: el serratiano.
Joaquín Sabina llegó a la canción cuando todo el solar ya estaba ocupado. Joan Manuel Serrat no permitía ni un palmo de sombra en su huerto soleado. Así que observó que al otro lado del río se abría un horizonte poco poblado. Se dio cuenta de que se podía lograr un nuevo repertorio mezclando ingredientes que nunca se habían volcado en la misma vasija: se trataba de componer rock con la exigencia de una canción de Brassens o de Brel. De quitarle al rock and roll los tópicos y las frases hechas. Se trataba de hacer un rock para adultos, que hablase de los problemas de los adultos, que no tratase a los adultos como si tuviesen disminuidas sus facultades por el whisky de garrafa.
Esos dos mundos, Serrat y Sabina eran en apariencia irreconciliables y sobre todo impenetrables. No podían convivir en el mismo poblado comanche. No solo cantan diferente; tienen actitudes distintas ante la canción y su significado social.
Y han logrado el milagro acercando sus posiciones. Haciéndose Sabina un poco Serrat y haciendo Serrat las canciones de Sabina un poco “serratianas”. Se han metido los dos en el río que les separaba y se han empapado de agua. El primer descubrimiento es constatar que las canciones de Sabina son perfectas para Serrat. Y que las creaciones de Serrat parecen otras en la voz de Sabina.
Han dejado las armas en la entrada del saloon y han decidido emborracharse juntos al son de la orquestina. Serrat se ha desprendido de la carga de estatua social, se ha quitado de encima la gabardina de fenómeno cultural imprescindible y ha decidido imitar a Sabina: el escenario tiene que ser un salón de baile no el templo de una consagración. Eso se lo ha enseñado Sabina. Y Joaquín ha aprendido de Joan Manuel que no hay que enterrar a los ídolos apresuradamente. Que canciones como “Para la libertad” o “Fiesta” o “Caminante” fueron las precursoras de los espasmos populares y masivos.
Canciones que hacían de rocanroll cuando no existía el rocanroll. Un respeto, caballero.
Queda toda una vida por delante. Toda una gira. Una eternidad para ir descubriendo nuevas sintonías, nuevas afinidades. Para descubrir que en el mundo del espectáculo, el escenario es una selva, y los cazadores unos cabronazos. Cada uno de ellos, Serrat y Sabina, defienden su territorio a mordiscos. Y los espectadores ven cumplido por fin un sueño: tener ante ellos toda la historia de la música popular española. Por el precio de una entrada.
Joaquín Carbonell
Zaragoza, 30 de junio 2007