Joaquín Carbonell en El eco de los libres, nº3 (febrero 2019)
Cuenta Domingo Dominguín, sobrino del afamado Luis Miguel Dominguín, que desde pequeño vio pasar por su casa a todas las celebridades del mundo. Desde La Pasionaria y Carrillo a Luis Buñuel o Lana Turner. La que más le impactó fue Ava Gardner, que llegó a España en 1951 (y en concreto a la Costa Brava) para rodar Pandora y el holandés errante y con 30 años decidió que Madrid era el mejor sitio del mundo para vivir. Una mujer única, impetuosa, inagotable, que se bebió todos los licores de todos los bares de la ciudad.
Doce años tenía Dominguito cuando fue con su padre a casa de su tío, allá en la calle Narvión. Ya dentro aguardaron señales de vida, pues escucharon ruidos en la planta superior. Luis Miguel no madrugaba, era un matador de toros, un artista. Al fin se ve aparecer la figura del torero, que desciende solemne las escaleras mientras se va anudando los botones de la camisa. Al descubrir a Dominguito le pregunta: “¿Quieres ver a Ava?” Claro, respondió el niño. “Sígueme”. Y allí que fue, hasta el dormitorio. El matador, extendiendo el brazo, le mostró al animal más hermoso del mundo. Tapada con una sábana, sonreía Ava Gardner. “¿Quieres verla bien?”, insinúa su tío. “¡Ava, muéstrale el cuerpo!” Y el cuerpo apareció bajo la sábana con una brillantez cegadora. “Toca, toca, verás qué dura está”, le invitaba sin tapujos el torero más mujeriego de España. El propio Domingo Dominguín se hartó de relatar esta anécdota, para que todo el mundo recordase que, aunque la vida no le trató con demasiada generosidad, él está entre los escasos privilegiados que pueden presumir de haber visto, en toda su carne mortal, a esa criatura única que colonizó todas las noches de Madrid durante quince años.
Durante la década de los 50 y buena parte de los 60, la capital de España giraba alrededor de esta actriz que parecía obsesionada por dejar huella por los lugares que frecuentaba, como si fuese relatando para un memorialista invisible, que tenía necesidad imperiosa de consumir su existencia a toda velocidad. Ese memorialista (que en realidad fueron muchos de los que gozaron a su lado de alguna farra histórica) debía limitarse a anotar nombres, amantes, litros de alcohol, llantos derramados y anécdotas increíbles. En el fondo, una forma de vivir. También una forma de morir. Pero, sobre todo, el relato de unos años salvajes que proporcionaron a la bohemia madrileña, un style de vie que ya no se volverá a repetir. Todo comenzó y acabó con Ava.
CÓMICOS, PRODUCTORES Y FLAMENCOS
Cuando Ava llegó a Madrid a principios de los 50, la ciudad comenzaba a desprenderse muy lentamente de la siniestra roña de la posguerra, tratando de mirar hacia Europa (Francia al lado) y hacia Estados Unidos. Lo hacía, sobre todo, a través del cine; un cine que tardaba meses en estrenarse en las colosales marquesinas de la Gran Vía y años en proyectarse en los destartalados (muchos de ellos) salones de cada pueblo. Siempre con el imperdonable No-Do como aperitivo. Las películas que llegaban desde la deslumbrante maquinaria de Hollywood batían récords de espectadores y, además, servían como modelo para una cinematografía nacional con obsesión por la moral y la reconquista de añoradas glorias, pero a la que se le notaban demasiado los costurones y zurcidos.
Al mismo tiempo, España se convirtió en el plató de Hollywood de las grandes producciones, de los proyectos deslumbrantes. Películas como Lawrence de Arabia, 55 días en Pekín, Doctor Zhivago y las más costosas aventuras del género péplum se rodaban en los alrededores de Madrid o en cualquier escenario desértico. España ya había formado excelentes técnicos y su precio era notablemente más económico que Estados Unidos. Se contaba con miles de extras de aspecto árabe o egipcio, rudos hombres del campo que con un sombrero de paja resultaban auténticos mexicanos. Además, el clima y la gastronomía proporcionaban ocio envidiable.
Alrededor de ese incipiente negocio del artisteo giró el todo Madrid moderno. Y se movió con tres alas, como un extraño pájaro creado para combatir el tedio y la miseria, todas abanicando la misma figura: Ava Gardner. Ava se convirtió en la invitada imprescindible de todos los saraos, la única capaz de amasar en su entorno las tendencias, pasiones, envidias y deseos, de aquella capital de España que no sabía inglés. Así que Ava tuvo que aprender español.
El que dominaba el idioma anglo era Perico Vidal, un vividor, un adelantado, apasionado por ese estilo de vida que envolvía a los artistas y cómicos. Perico Vidal fue el delegado en España, el hombre imprescindible para todos estos directores americanos. Ayudante de dirección, productor, asesor, o embajador ante actores. Cuenta Perico que recibió el encargo del director David Lean para contactar con Burt Lancaster, y convencerlo de que trabajara en La hija de Ryan. Lancaster era un excelente actor, pero también un descreído, un hombre singular que aborrecía esas poses forzadas que exhibían tantos actores del star system. Le preguntó Perico qué planes inmediatos tenía. “Mi plan más inmediato es suicidarme”, respondió Burt sin un ápice de ironía. Perico, que había escuchado de todo en su corta vida, no se amilanó. Pasó a la ofensiva: “Mira, Burt, vamos a hacer lo siguiente: tú postergas tu suicidio, haces la película, y cuando te suicides, la productora corre con todos los gastos del funeral. ¿Qué te parece?” “¡Me gusta!”, aceptó Burt.
Tiempos aquellos en que en la barra de cualquier pub de la Castellana o de la Gran Vía, te podías encontrar al realizador David Lean o al actor Charlton Heston bebiendo con desesperación; unas tascas más abajo se podía escuchar la risotada contagiosa de Orson Wells, y al final de la noche se distinguía la sombra de Ava Gardner pegada a cualquier guitarrista gitano. Todo era posible en el Madrid del falso brillo, el whisky de importación, y el puterío barato. Entre estas gentes se establecía una camaradería perfumada por el alcohol y las complicidades que proporciona la soledad. El propio Perico Vidal se convirtió en pañuelo de llantos, en hombro cálido, de una estrella como Frank Sinatra, al que consolaba de sus desencuentros con Ava. Tan camaradas se hicieron que el cantante americano invitó a su amigo a pasar quince días en su mansión de California. A cuerpo de rey. Otro privilegio que sólo unos pocos han disfrutado.
Perico Vidal y el lujoso ambiente del negocio cinematográfico norteamericano fue una de esas alas que agitaban todos los sueños nocturnos. Los otros dos focos de frenética actividad eran los hermanos Dominguín (Luis Miguel, el matador, y Domingo, el productor de cine) y el elenco de actores españoles, ellos y ellas, cómicos de la legua llegados a más, jornaleros de aquellas producciones nacionales cuya rodaje costaba menos que el decorado de una calle para un filme como Doctor Zhivago. En ese grupo se movían los cómicos jóvenes que no procedían del teatro exclusivamente; y que en realidad llegaban para sepultar a las viejas glorias de las tablas, a los que el cine les había pillado ya cerca de la jubilación; nombres como Pepe Isbert, José Bódalo, Aurora Bautista, José Suárez, Mary Carrillo, Jorge Mistral o Conrado Sanmartín, entre otros muchos. De pronto, un caudal de nuevos rostros se incorporaba a la comedia española, incluso a las películas con sello de autor. Galanes como Fernando Fernán Gómez, Arturo Fernández, Paco Rabal o Adolfo Marsillach, junto a chicas adorables lideradas por Concha Velasco, María Asquerino, la argentina Analía Gadé, y la catalana Mónica Randall, entre decenas de ellas.
Este vendaval de energía colmaba cada noche los pubs, boîtes y salas de fiestas de aquel Madrid que ni dormía ni dejaba. A todos les sorprendía la madrugada con dos copas de más, a menudo con una desconocida colgada de sus brazos, y en casas o pisos que nunca antes habían pisado, porque cada noche la sorpresa formaba parte del menú. Lo cuenta Fernando F. Gómez de manera magistral en El tiempo amarillo. Paco Rabal era uno de los incombustibles de esas juergas. Batidas de cazaque se iniciaban al término de la jornada de la película en rodaje, que por lo general, tenía lugar en exteriores próximos (Casa de Campo, la sierra cercana) pero, sobre todo, en los interiores de los platós madrileños. Se cenaba en compañía de colegas y sobre la medianoche se iniciaba el periplo por salas de fiestas y cabarets del centro, con los amigos que acababan de echar el telón en las funciones de teatro.
Tras unas copas se optaba alrededor de las cuatro de la madrugada por el género duro, los tablaos. El Duende, Casa Rosa, El Corral de la Morería, o las Brujas se nutrían de los cientos de flamencos que llegaban a la capital huyendo de la miseria y el hambre feroz del sur. Artistas dispuestos a divertir al señorito, al extranjero que reclamaba una licencia de autenticidad para tratar de respirar las verdaderas esencias hispanas. Cuando el ambiente no estaba demasiado cargado de guiris, hacía su aparición Ava Gardner.
Bella como una diosa prohibida, arrogante en su juventud desmesurada, Ava se paraba, miraba y alguien le cedía una silla y una botella de licor. Allí comenzaba una aventura sin fecha de caducidad, solo restringida por su equilibrio físico. Ava se bebía su noche y la noche de los demás. A menudo la acompañaban Perico Vidal, o el agente Enrique Herreros, sin duda los Rabal y Fernando; otras veces, la magia oriental de Lola Flores o la silenciosa distancia de Maruja Asquerino. Cuando la noche se tornaba espesa y algún adinerado había dado la orden de cerrar las puertas al público, Ava se subía a una mesa y bailaba unas bulerías. Si tenía ganas, se abría de piernas y meaba de pie sobre el tablero. Los amigos y conocidos que contemplaban el espectáculo trataban de anotar el dato en su memoria para recordarlo por los siglos: ¡Ava Gardner meando de pie en un tablao flamenco!
A veces aparecía por sorpresa Frank Sinatra. Cuando en 1956 estuvo en España rodando Orgullo y pasión, de Stanley Kramer, la relación de Ava y Frank se había enfriado, bien por la distancia, bien porque él se había casado con otra, o porque Ava había conocido a Luis Miguel, con el que disfrutaba de una relación exagerada, cálida, enfermiza y agónica. Sinatra no podía tolerar semejante desprecio. Sinatra no toleraba, pero la gallardía del matador volvía loca a la actriz. Se cuenta (y lo cuenta Enrique Herreros que estaba allí) que una tarde de rodaje en El Escorial, Frank no acudió al plató. Estaba desesperado, angustiado por los celos. Acompañado por Herreros y Perico Vidal, comenzó a beber y beber sin pausa. En un momento solicitó una conferencia con Madrid, con el piso de Ava, allá en la zona del Viso (encima vivía Domingo Perón); colocó el teléfono sobre el piano y comenzó el más triste y privado concierto que dio nunca Frank. En exclusiva para Ava, con solo dos espectadores como testigos. Fueron pasando los minutos, que llegaron a convertirse en horas. De golpe, sin nadie esperarlo, una figura entró en el salón, se acercó a Sinatra, le tomó por los hombros y le depositó un beso en el cuello. Al girarse el cantante descubrió a Ava. Sin mediar palabras, se estrecharon por la cintura y desaparecieron camino de la suite…
Medio Hollywood se había trasladado a Madrid, donde cada mañana se gritaba “Cámara” en inglés. Había trabajo para todos, con el beneplácito del Régimen. Y llegaban a Barajas las más rutilantes estrellas americanas y europeas, que eran recibidas por Perico Vidal (y por Luis Miguel, cuando esas estrellas eran femeninas). Cary Grant, Peter O’Toole, Liz Taylor, Lana Turner, Orson Welles, directores como Nick Ray, Samuel Bronston o David Lean, o escritores como Ernest Hemingway, obsesionado con la valentía del matador Antonio Ordóñez. Luis Miguel lucía su vertiginosa cintura, su delgada figura adornada de costurones y heridas, y se llevaba a las actrices hasta su finca de Villa Paz, para enseñarles a torear al alimón en su propia plaza de toros. Arriba, un dormitorio en penumbra aguardaba para rematar la faena. Por ese lecho pasaron decenas de mujeres, ante la envidia de otras decenas, y de muchos hombres. Una de ellas, la más asidua, Ava Gardner. Pero fueron muchas otras: Lana Turner, Rita Hayworth, Marta Alban, Lauren Bacall, Cecilia Albéniz,… En 1955 se casó con Lucía Bosé, antes Miss Italia, lo que no supuso ningún obstáculo para continuar con sus proezas amatorias.
Y ASÍ PASABA LA VIDA
El Régimen hacía la vista gorda porque un toque de cosmopolitismo podía airear ese tufo a sacristía que en toda Europa sentaba tan mal. Hacía poco que el formidable Plan Marshall había negado cualquier ayuda a España, con un Franco que se resistía a permitir a sus ciudadanos libertad de culto. España era católica, apostólica y romana. Como Dios manda. Aún así se abrían playas al turismo y cabarets de lujo a los empresarios. Todo de espaldas a un pueblo que madrugaba, que se doctoraba en picaresca y que trataba de sobrevivir sin ninguna colaboración, de espaldas al mundo pero de frente a la miserable realidad, oscura, piojosa y cruel con los vencidos. Que eran todos. Ava Gardner no pagaba impuestos. Ava montaba tremendas grescas en su dúplex de El Viso, ante el escándalo de personaje tan rimbombante como el general Perón, allí resguardado para evitar los enojos de su patria, la Argentina. Esas noches en el Viso comenzaban a las seis de la madrugada, cuando el sol pedía permiso para existir. Allí se reunían una extraña mezcla de intelectuales y “gentes de la calle”. Americanos de paso por Madrid, todo adornado con el cuadro flamenco de cualquier tablao. Una veintena de personas enloquecidas, gritonas y borrachas sin remisión. Muchas de ellas, los cómicos, tenían que estar en el rodaje a las siete… Nadie protestaba, ningún vecino se atrevía a reclamar más compostura. La policía tenía orden de no molestar. Así que España vivía en dos realidades paralelas y nunca comunicadas: la noche del artisteo y el día de los jornaleros y funcionarios.
En esa España de los 50-60 se daban extrañas convivencias, que rozaban un surrealismo costumbrista y pellingajo. La actividad de Domingo Dominguín, como empresario de Las Ventas, le había proporcionado un trato familiar con algunos miembros del régimen franquista. Una plaza de toros es el escenario ideal para redondear negocios, a menudo poco ortodoxos. Todos suspiraban por acodarse en la barrera o en palco de sombra exhibiendo poder y habanos. Domingo era el que suministraba a menudo invitaciones a ministros, secretarios o empresarios (ellos nunca pagaban en ninguna parte). Uno de los más poderosos era el ministro José Antonio Girón de Velasco, acérrimo franquista y feroz anticomunista. A menudo aparecía en la vivienda de Dominguín, en Ferraz 12, sin previo aviso, para reclamar alguna invitación. Departían con gentileza y un par de whiskys, sin romper las relaciones: Girón sabía perfectamente que Dominguín formaba parte del Partido Comunista de España y que presidía la productora Uninci, también del “partido”. Como en casa de Dominguín siempre, siempre, circulaban múltiples invitados (que solían quedarse a vivir varios días), con seguridad, mientras Girón soltaba sus estruendosas risotadas en la terraza del ático, tipos como Jorge Semprún, dirigente comunista exiliado en Francia, Javier Pradera, Juan Benet, Pepín Bello, Ricardo Muñoz Suay, Ignacio Aldecoa o Alfonso Sastre, todos ellos personajes poco apreciados por el Régimen, trataban de no hacer ruido escondidos en algún armario de un dormitorio próximo…
Ese Madrid fue declinando a medida que el país se desarrollaba y enriquecía. Cuando comenzó a aflorar una clase media que empezó a tener acceso a los mismos caprichos que la protegida saga de cómicos, intelectuales, escritores, artistas en general y noctívagos en particular. Cuando el taxista y el corredor de comercio se hicieron con el pisito en Vallecas y el Seiscientos en el garaje. Cuando accedieron a una semana de vacaciones en Santa Pola y un pase con asiento en el Santiago Bernabéu. Las salas de fiestas se abrieron a todos los públicos y brotaron los snacks de platos combinados. Los cómicos se sintieron esquinados, fuera de lugar, acorralados por las miradas de los que les aplaudían en los patios de butacas y decidieron buscar espacios más reservados. El bar del aeropuerto, por ejemplo. Y sobre todo, porque Ava Gardner decidió abandonar España. Constató que se había hecho mayor, que no resistía como antaño las grandes resacas, que su desdén por labrarse una carrera en el cine, agarrándose a papeles sencillos y alimenticios, la había desplazado de las grandes agendas artísticas. Cuando muchos de sus inagotables compañeros de juerga nocturna habían decidido sentar la cabeza. Y especialmente, cuando el ministro Fraga Iribarne gritó que ya estaba bien, que la fiesta había terminado: ordenó que Hacienda le pasase la minuta a Ava Gardner y que abonase su parte como cualquier residente. Ese fue el colofón a más de una década y media gloriosa, inagotable, trufada de noches vividas al límite, cuando el vehículo que transportaba a la actriz hasta su domicilio, podía ser el camión de la basura, que la rescataba y socorría, abandonada, en alguna calle poco iluminada… En 1968, con 46 años, deja España y elige Londres como residencia. Sabe que su tiempo ha pasado, pese a que aún ejerce de actriz en papeles secundarios que le permiten seguir disfrutando de una existencia de primera. Rememora con nostalgia su debut en 1946, en el drama negro, basado en una historia de Ernest Hemingway, Los asesinos, donde se lucía junto a un también jovencísimo Burt Lancaster y a Edmond O’Brien, filme que la puso en el mapa dentro de la industria de Hollywood. Ya nunca más pisaría España. Murió en Londres en 1990 a los 67 años de edad, presa de una neumonía. Fue enterrada en Carolina del Norte, la misma tierra donde había nacido.