El pequeño flautista no fue traidor

Ahora lo puedo decir abiertamente: yo nunca quise ser cantautor. Yo quise ser un gran cantante de canciones de amor. Pero todo a mi alrededor se empeñó para frustrar mi vocación. 
En realidad los cantautores aprendimos a tocar la guitarra para suplir otras carencias. Lo han contado de mil maneras diferentes, pero todas con el mismo significado. Serrat dijo que se hizo cantautor para ligar. Algo así. Por lo general los chicos y jóvenes que de pequeños mostramos cierta inclinación hacia la comedia, la exhibición, el payaseo, éramos individuos muy bien dotados para hacer reír pero no tan atractivos como ese muchacho forastero que llegaba al pueblo en las fiestas de agosto o septiembre y se llevaba a todas las chicas de calle. Sólo tenían ojos para él. Los indígenas menos guapos nos las teníamos que ingeniar para reclamar la atención.
Una de las maneras más eficaces era teniendo una guitarra y una voz. Se podía o no tocar bien el instrumento, pero lo fundamental era tener guitarra. Y mostrarla con actitud. Si además se sabía tocar, el efecto era contundente. Si además se sabía cantar aquellas canciones del Dúo Dinámico o de Peret, la respuesta femenina era asombrosa. 
Por eso canté. Y porque sabía que había nacido para ello, que estaba dotado de ciertas naturales condiciones. Siempre, siempre, me gustó la música, mucho, y me gustó cantar. 
Canté desde niño, ya más mayorcito, en la orquesta Bahía de Alloza, donde me rodé como vocalista (en América dicen crooner); con sólo 14 años interpretaba de manera muy digna títulos como «Il mondo», «Venecia sin ti», «Capri c’est fini» o «Rascayú» y «A lo loco» (bueno, éstas no, porque estaban prohibidas). Aquella orquesta fue mi academia de aprendizaje y sólo había que mirar el arrobo de las parejas enlazadas (poco) para decirme que había llegado a este mundo para cantar. 
Luego con el tiempo ya se estropeó todo. 
Cuando comencé a escuchar otras músicas y leer libros, intenté componer mis propias canciones. Reconozco que nunca he superado títulos como «Dos gardenias» o «Mirando al mar».
No puedo entender por qué me hice cantautor. Yo estaba en ese tiempo en Teruel estudiando en el Instituto Ibáñez Martín, residiendo en el colegio San Pablo y posiblemente toda la culpa la tenga un profesor como José Sanchis Sinisterra, recién llegado de Valencia para darnos clase de literatura. Vino este hombre con unos discos bajo el brazo y un día nos puso en el tocadiscos algunos de los LP’s que más le gustaban y que nosotros no habíamos escuchado nunca. Recordaré siempre que pudimos oír canciones de Atahualpa Yupanqui, Raimon, Paco Ibáñez y Brassens. Especialmente Georges Brassens. Sanchis nos tradujo sus canciones y yo descubrí algo desconocido para mí: que se podían escribir relatos con carga irónica, incluso con humor. Que la canción servía para mostrar sentimientos más allá del amor ripioso. Escuchar la historia de «El gorila» fue determinante. Nadie me había dicho que aquello se podía hacer. Creo recordar que inmediatamente me lancé a escribir «La beata», una canción que supura brutalidad, humor negro. Está grabada en «Con la ayuda de todos», mi primer LP y es una de las mejores canciones que he compuesto.
A partir de ahí tuve claro que existía un cauce para dar salida a mi natural sentido del humor, a mi manera especial de ver la vida. Uno era fan acérrimo de los nuevos cantautores, de tipos como Joan Manuel Serrat, de Víctor Manuel, de Paco Ibáñez, pero todos ellos poseían entonces un sentimiento bastante trágico de la existencia. Fue Brassens el que me alumbró el camino, el que mostró una distinta manera de ser cantautor.
Lo interesante es que Brassens me amplió el cauce y me invitó a descubrir a otros cantantes franceses. En aquellos días en Teruel, recuerdo, yo podía comprar todos los meses en el quiosco de la plaza del Torico, la revista «Salut les copains». Me parece hoy asombroso. La compraba y la devoraba. Eran los tiempos de esos primeros ídolos pop, adornados de un glamour que en España no existía (recordemos que nuestros fetiches más modernos eran Gelu, Francisco Heredero, José Guardiola o Karina). Allá en la vecina aunque lejanísima Francia, brillaban cantantes como Silvie Vartan y su gamberro Johnny Halliday, Françoise Hardy, tan mística y silenciosa, Jacques Dutronc, Mireille Matieu, Hervé Vilar, tipos que viajaban ya en limusina y se vestían con trajes aparatosos de mucha lentejuela. No había color.
Por eso hoy en día no puedo entender cómo encaminé mis pasos hacia la composición propia, hacia la labor del cantautor, cuando el futuro que me esperaba en la música pop era no sólo más divertido, sino más gratificante en la conquista del universo femenino. Los cantautores siempre aparecían con el ceño encorvado (véanse fotografías de la época de Víctor Manuel, con aspecto cabreado o dolor de estómago), con actitud matona, con desprecio hacia el fotógrafo y el mundo en general. Les puedo asegurar que eso no me atraía en absoluto. Mi educación sentimental y musical había sido otra. 
Baste recordar que al llegar a Teruel, en septiembre del 67, me enteré de que existía el Festival del Instituto, un concurso en el que podían participar todos los escolares y que comprendía diversos apartados, desde el rock hasta la canción melódica. Yo había escuchado ya todo los Beatles, incluso estuve a punto de verlos en directo en Barcelona, pero me di cuenta de que chocaba con algunos impedimentos para interpretarlos bien: que no tenía banda. Es más, ni siquiera yo sabía tocar la guitarra. Siempre tuve una orquesta a mi servicio, y perdónenme la modestia. 
Constaté que si quería participar tendría que escoger un repertorio más doméstico. Moderno pero modesto. Y escogí a Elvis. «Cryn in the chappel», concretamente. Para participar en el concurso hube de superar una grave prueba: aprender a tocar la guitarra (o al menos la canción) en 15 días, así que les aseguro que esos cursos de CCC que te animan a conocer el ruso o la mecanografía en 15 días son ciertos. Conmigo funcionó. Aprendí la canción de manos de Jacinto Ferrer, un compañero que manejaba con habilidad la guitarra y me lancé al fascinante mundo de los focos y los aplausos. 
Ni que decir tiene que gané el primer premio, lo que no me sorprendió demasiado. Yo ya tenía una carrera detrás, unas tablas. 
Creo que desde entonces no he hecho gran cosa. Posiblemente muchos entenderán que esto es una boutade, una broma, pero yo siempre tengo la impresión de que pasar de la Orquesta Bahía al escenario de una ciudad como Teruel, actuar luego en el teatro Marín ante un público exigente, ha sido una de las pruebas más duras de mi carrera. 
Mirando hacia atrás con suficiente ira uno advierte que esta carrera musical no me ha rellenado las intenciones primigenias, es decir, las de convertirse en un envidiable gigoló. Equivoqué el camino. Repito que debería haber cimentado mi trayecto con la interpretación de esos inigualables éxitos italianos, que fascinaban a las muchachas. Nosotros seguíamos aquí empeñados en salvar el mundo, o al menos España.
No adviertan ironía en mis palabras. Si alguien piensa que a finales de los 60 y principios de los 70 disponíamos de la misma información política y social que ahora, es que no vivió aquella época. Sólo cuatro enterados conocían las intrincadas claves del estado de la cuestión política en España. El resto, es decir, casi todos, mirábamos pasar el tren desde nuestra modesta atalaya. 
Pero Teruel era otra cosa. Se hace increíble que en esa pequeña ciudad, quizás ya entonces la más aislada de España, se generase una olla de inquietudes tan bien condimentada. Ya lo dicen los padres: ¡cuidado con las compañías! Fueron las compañías las que nos enriquecieron o nos echaron a perder según se mire. 
Ese ramillete de profesores del Instituto Ibáñez Martín (¿qué fuerzas telúricas lograron que se juntaran tantos tipos raros dando clase? Eso debe suceder sólo una vez en el siglo) llegaban con la intención de convertirnos en ratas de laboratorio. Y lo lograron. Nosotros éramos cándidos chicos de pueblo dispuestos a dejarnos manejar y a permitir que rellenasen nuestro virginal disco duro. 
¡Cuidado con las compañías!
Los profesores son fundamentales en la educación (o no) de los chavales. 
En un par de meses fui olvidando mi debilidad por Johnny Halliday y descubriendo las metáforas de Atahualpa Yupanqui. Pero sin exagerar. Teníamos un pedazo del corazón abierto a las locuras generacionales, no crean. A los 17, 18 años hay que ser capaces de empuñar la tea que destruya el palacio real. Sí a Raimon, pero también a las locuras psicodélicas de Michel Polnareff y sus «Love me plis love me, je suis fou» (por cierto reside en Estados Unidos). Encantados con Serrat pero abiertos al delirio de Antoine y sus «Les elucubrations» (por cierto, desde 1980 vive en las Antillas como un rey).
Todavía sigo preguntándome cada día por qué me embarqué en esta aventura de componer canciones. Una excusa estupenda responde por nosotros: somos tan limitados en este oficio que la única manera de poder subir a un escenario sin causar bochorno es mostrando algo en lo que seamos maestros. Sólo hay una forma: interpretar las obras que hayamos creado nosotros. Ahí somos doctores. 
No bromeo cuando digo que en los pueblos tienen un concepto muy alto del artisteo. Yo no soy profeta en mi tierra, quiero decir en mi pueblo. Nunca les ha llamado la atención mi forma de cantar. Es más, es posible que la mayoría de mis convecinos piensen que debería haberme dedicado a otra cosa. Con seguridad no entienden qué méritos poseo para subir a un escenario ¡y grabar discos! Mi propia madre me dice sin mácula de vergüenza que cantantes-cantantes son Carlos Gardel o José Guardiola. Que lo mío es querer y no poder.
Por eso nos lanzamos (al menos yo) por el camino de los escolares, que decía Brassens, por la ruta de la propia composición. 
Siempre tengo la sensación de que me ha sido imposible rozar siquiera la calidad de obras que resisten el paso del tiempo y que son propiedad de modestos compositores a menudo anónimos. Esas canciones poseen una magia desconocida, que es imposible de analizar. Cuando una melodía y una letra te producen un pellizco en el estómago, cuando te provocan un ligero aturdimiento porque descubres que te está contando lo que tú sueñas que te sucede pero no sabes describir, cuando quedas aturdido por una metáfora, es que estás ante una obra maestra. Hay que rendir un homenaje a esos genios de la psicología humana que redactaron piezas del tamaño de «Toda una vida», «Tatuaje», «Ojos verdes», «Il mondo», «Volare», «Mis manos en tu cintura», «Only You», en fin, decenas de títulos que han logrado enriquecer nuestras a menudo miserables existencias, que han conseguido ponerle banda sonora a nuestros sueños, que han adornado para siempre nuestros recuerdos. Superar esas pequeñas y grandes joyas es tarea completamente imposible. Elvis, los Beatles, Beny Moré, Adamo, Aznavour, Brel, Brassens, Gardel, Dylan, sé que supieron interpretar la piedra Rosetta de la composición. ¿Qué decir de la gracia de Juanito Valderrama, del olfato de Joan Manuel Serrat, de la química de los maestros Quintero, León y Quiroga, verdaderos doctores en la composición popular? Este capital sonoro, este caudal de emociones, llenó nuestra infancia y juventud como nada lo había llenado nunca. Pasa el tiempo y se olvidan miles de datos, cifras, caras y lugares, pero nunca se olvidan las melodías que ilustraron nuestros primeros amores.
A estas alturas de relato todavía desconozco por qué me hice cantautor. ¡Ah, sí, para salvar el mundo! Para salvar España. 
No crean, no es tan sencillo. Para mí supondría una respuesta cómoda. La mejor coartada posible. 
Ser cantautor no significa sólo poseer un sentimiento social de la existencia, una mira política de la vida, un compromiso ético ante tu generación. Casi con seguridad señala de paso la manera más cómoda de realizarse. Somos selectivos, y al paso que deseábamos cambiar la Historia, también queríamos dar salida a esa vocación tan férrea por la música. Uno se va metiendo en berenjenales sin saberlo, va subiendo a los escenarios que le invitan, apuesta por un compromiso político sin darse cuenta. No es el caso de todos, obviamente, porque hay colegas que desde pequeños sabían cual era su destino y como conseguirlo, pero otros, otros somos más lentos, más torpes, más dubitativos, más ingenuos. La vida a veces te conduce a ti y no eres tú el que lleva el volante.
Quiere decirse que no existe una carrera de cantautor. No existía entonces un master de compositor. Trazábamos el camino al caminar, como indicaba Machado. Repletos de dudas y tribulaciones. 
Tampoco voy a lanzar piedras a mi tejado. Es cierto que por poco lerdo que uno sea advierte que en el mundo hay seres muy afortunados y otros que sufren el infortunio de haber nacido en el lugar o el tiempo equivocados. Y si uno tiene el alma medianamente sensible y no goza de la fe del carbonero de Brassens, puede darse cuenta de que esta vida no es justa. A poco que te empujen encuentras placer en empuñar una guitarra y en manifestar tanto desencanto. Ya lo dije antes: ¡las malas compañías! éramos jóvenes y por tanto airados. Éramos jóvenes y por tanto rebeldes, aspecto que hoy en día puede resultar no sólo absurdo sino sospechoso. Tanto han cambiado los tiempos que ostentar un cierto compromiso social, una inclinación a la cultura, a la simple información, puede resultar gagá, fuera de lugar, out y carroza. Malos tiempos en que hay que demostrar lo indemostrable.
Vuelvo al principio y vuelvo a repetir que yo debía haber intentado una carrera hacia el glamour del pop. A lo mejor tengo que llegar a la convicción de que no servía para ello. Para todo hace falta un cierto talento, incluso para cantar estas banalidades. Sólo hay que ver la de cientos de candidatos que lo intentan cada día y qué pocos lo logran.
Pero estoy satisfecho, qué remedio. Al cabo de los tiempos hasta los de Alloza somos capaces de aprender. Mucho más despacio, con mucha más torpeza, pero al fin, puede quedar algún ejemplo suelto de alguna canción que sirva para recordar. A lo mejor hay alguien por ahí que acepta que una de nuestras melodías le alegraron la existencia, le acompañaron en momentos de tribulación. De vez en cuando recibo estas muestras de pleitesía que siempre me parecen fuera de lugar, dirigidas a la persona equivocada. Ahora ya no es momento de rectificar. La gran carrera en la música pop quedó olvidada. Seguramente hubiera sido un pésimo ídolo de masas, siempre peleando con mi rebeldía y mi indisciplina. Seguramente hubiera añorado ser otra cosa, un áspero cantautor dispuesto a cambiar el signo de la historia. Muchas noches habría soñado que había traicionado mis propios sueños. Ay, volvamos otra vez a Brassens cuando habla del pequeño flautista («Le petit joueur de fluteau») que se presenta ante el rey y todo el mundo cree que ha sido un traidor. Pero, no: «Et Dieu reconnaisse pour sien/ le brave petit musicien».

Joaquín Carbonell
Zaragoza febrero de 2005