El banquete del genio

¿Es bueno pasar privaciones antes de triunfar? ¿Es aconsejable sufrir un tiempo para elaborar una obra sólida? Los expertos aconsejan a los que pretenden alcanzar el cenit del Parnaso, allí donde los dioses gozan de todas las comodidades, que antes se den un paseo por los callejones más sórdidos para conocer de primera mano el material con el que deben trabajar, el ser humano.

Todos los que han triunfado en cualquier actividad artística y que han conocido la miseria y la privación, presumen de sus orígenes modestos, de sus baños de fango. A menudo el relato de sus angustias existenciales es mucho más interesante que la propia obra que han creado. Pero, oh, misterio, encuentre usted a un artista consagrado que desconozca el camino espinoso hacia el éxito y propóngale sumergirse un tiempo (pequeño incluso) en la miseria, en la privación, en la angustia de la pobreza. Te mirará con expresión de loco y probablemente llamará a los loqueros para que vengan a por ti. La pobreza es como la enfermedad, sólo presumen de ella quienes la han superado.

No hay reglas, pero hay indicios. No es imprescindible atravesar el desierto de la soledad para convertirse en creador, pero sí es cierto que todos los creadores que proceden de la bodega del barco, poseen un hálito, un tacto, un destello, una luminosa virtud que les otorga el secreto de la fórmula: conocer al ser humano. Todo el arte circula alrededor de esa simple ecuación: talento, arrojo y sabiduría. 

Hay quien dice que Joaquín Sabina es uno de los mayores doctores en estas asignaturas, un compositor capaz de detectar con precisión de cirujano, los puntos que hay que pulsar para abrir la caja de los sentimientos. «¡Parece como si hubiera escrito esa canción para mí!», escuchamos a menudo a sus fans. Eso es el acierto, eso es el genio. Lograr que tus experiencias se multipliquen por mil y se conviertan en emociones individuales.

He visto escribir a Sabina delante de mí una letra, le he visto adaptar incluso una canción francesa al español sin consultar el original, de memoria, le he visto redondear una rima sobre la marcha, le he visto improvisar! Aquellos días de La Mandrágora, donde a menudo paseábamos por las calles del mercado de La Cebada, cerca de La Latina, siempre con El País bajo el brazo, con el cobijo al final, muy final de la noche, en la calle Tabernillas. Eran años de privación, de vivir de lo justo. Años de acumular sabidurías en las calles, en las tascas. Años de observar al ser humano para detectar como un doctor expresiones, guiños, gestos que hablasen de hombres y mujeres.

Tengo que recordar porque es inevitable, el día en que Sabina comió en casa de mi madre. Invité a Joaquín en sus comienzos a dar un concierto en El Plata, un local recién estrenado en Zaragoza allá a principios de los 80; acababa de llamar la atención en el programa Esta noche de Fernando G. Tola. Más que llamar la atención, había provocado realmente un cataclismo, un escándalo, cuando cantó «El hombre puso nombre a los animales», versión libre de un tema de Bob Dylan. Empezaba pues Sabina a coger vuelo, a ser reconocido. A cobrar.

Vino a Zaragoza por poco dinero, por amistad. Mi situación tampoco era muy boyante, nada espléndida. Así que para ahorrarnos los dineros de la comida le indiqué a mi madre que preparase comida. Fui a buscar a Sabina al tren y a las 3 nos plantamos en casa. Un gran plato de judías pintas que fueron engullidas sin rechistar. Y unos trozos de lomo de cerdo. Quizás excesivo para un cuerpo tan enteco como el del cantautor. Pero el hambre nunca saciada o el cocido bien aliñado, invitaron a Sabina a mojar pan incluso en la salsa.

Mi madre es catalana. Es decir, sufre en sus carnes algunos tópicos. En realidad no sufre nada cuando se le recuerda su origen y sus desvelos por los dineros. Ella es así, no sé si por catalana o por chulería. No le importa hacer gala de su afición al dinero. Es agarrada, sí. 

Pero nunca constaté como ahora ese refrán que dice: «La venganza es un plato que se sirve frío». No es exacta la comparación, porque aquí no hay ninguna venganza, pero es la figura más aproximada que he encontrado. Porque hace tres o cuatro años, mi mamá recordó aquella tarde. Vimos a Sabina ambos en la televisión, en un programa donde pasaron alguna canción suya antigua, con una apostura juvenil, muy gallarda. Era un programa antiguo, creo que de la TV3. Y habló Sabina de sus orígenes duros, sacrificados, hasta llegar a lo que ahora es, ahora tiene, ahora canta. Un calvario enriquecedor por el que ha pagado un peaje en forma de cultura.

    – Habrá pagado un peaje -me comentó mi madre- pero a mí aún me debe dinero.
    – ¿Qué dices, mamá? -le comenté asombrado.
    – ¿No te acuerdas el día en que vino a comer a casa? ¿No te acuerdas el hambre que tenía?
    – Claro que me acuerdo. Le encantó tu comida.
    – ¡Judías con chorizo y lomo con patatas! ¡Eso comió!
    – Bien.
    – Me dijo, muchas gracias señora, estaba todo muy bueno. Y yo le dije, sí, sí. Ahora es gratis, pero si un día triunfas me lo tienes que pagar. ¡Y no me ha pagado, nen! ¡Cuando lo veas se lo dices! 

Lo comenta en serio. Y me lo recuerda cada vez que me ve. Que Sabina le debe la comida. «¿Qué le costaría a él hacerme un buen regalo, hombre?», me repite convencida. «Yo le di de comer cuando él tenía hambre. ¡Y gratis! Ahora le toca a él ser generoso. ¿Se lo dirás, tú que lo ves tanto?»

Nunca se lo he dicho, aunque alguna vez hemos recordado ese pasaje. De entre los miles de restaurantes que ha pisado en su vida, Sabina no ha olvidado aquella comida modesta en Zaragoza. A lo mejor sirvió para alimentarle de paso algún sentimiento creativo. A lo mejor detectó alguna sombra humana en el comportamiento de mi madre. A lo mejor nació allí alguna frase que luego tomó vuelo en una canción. A lo mejor. 

Seguro que enriqueció su formación como creador, como cantautor, como escritor de paisajes humanos. Y si te enriqueció, Joaquinito, ¿por qué no le pagas un poco a mi mamá?

Joaquín Carbonell
Publicado en Revista PáginA-1