(Antes de comenzar: “¿Se escucha bien? Ya sabrán que a los cantantes solo nos preocupan dos cosas: si suena bien la voz y cuándo vamos a cobrar”).
En una de aquellas visitas que le hacía a José Antonio Labordeta, un par de años antes de dejarnos, le solté a bocajarro una broma que él se tomó en serio. Le dije:
— Labordeta, tú tienes la culpa de que haya sido un desgraciado en esta vida.
— ¿Por qué dices eso, Carbonell?
Yo se lo expliqué:
–Porque cuando llegué a Teruel a estudiar, había comenzado una imparable carrera hacia el mundo de la hostelería: al principio como botones, luego ascendí a pasavinos y más tarde me consagré como camarero. Si no os hubiese encontrado a ti y otros profesores que me inyectasteis el veneno de la cultura, hoy sería dueño de una cadena de hoteles. ¿Lo entiendes?
Labordeta masticó despacio mis palabras y enseguida encontró la respuesta:
–No, Carbonell. Tú no eres un desgraciao. Tú eres un pringao, como yo.
Tengo que citar esta anécdota porque fue allí, en Teruel, donde comenzó una aventura que iba a cambiar mi vida y la de otros alumnos como yo. Chicos y chicas.
Fue gracias a unos enseñantes jóvenes, arriesgados y entusiastas que, frente a una sociedad pacata y silenciosa, liderada por unos gobernantes grotescos y desconfiados, nos abrieron la puerta más portentosa que existe: la que da paso al mundo de los sueños. Todo sucedió entre 1966 y 1969, y fuimos conocidos como “La generación Paulina”.
Una puerta que nos mostró otros horizontes, otras dimensiones sociales; el acceso al enigma intelectual de los libros, el descubrimiento de unos autores musicales, como Georges Brassens, prácticamente desconocidos en España; la entrada libre a un teatro en el que nos convirtieron en protagonistas, con aquellos dramas de Shakespeare o Entremeses de Cervantes, junto al teatro vanguardista de Osvaldo Dragún y de Mrozek, o la audaz representación en el Marín de La zapatera prodigiosa, de García Lorca. También al hechizo de un cine fórum que proponía preguntas incómodas antes que respuestas masticadas.
Como dijo tiempo después mi compañero de curso, Federico Jiménez Losantos: “Teruel era lo más moderno de España, pero España no lo sabía y Teruel tampoco”.
He dedicado un minuto a estos comienzos porque sin aquel Teruel, sin aquellos docentes, y aquellos compañeros, hoy yo no estaría aquí.
Al llegar a Zaragoza en 1969 nos topamos con una sociedad ansiosa por crecer y madurar lejos del control de la dictadura. Y poco a poco fuimos aprendiendo. Aprendiendo a utilizar nuevas metáforas, a armonizar las voces, a tocar las guitarras, hasta darle forma a aquello que se bautizó como Nueva Canción Aragonesa.
Sin pretenderlo, nos vimos en escenarios de todo tipo: grandes auditorios, corrales, plazas públicas, cárceles, universidades, asociaciones de barrio y modestos pajares limpios de polvo y paja.
Todos formamos una piña, los de arriba con los de abajo. Fuimos tan bien tratados en todos los lugares, nos sentimos tan queridos, que hoy me faltan palabras para definir esa emoción; para agradecer a todos y todas ese caudal de confianza, de afecto, de generosidad, de amor, en definitiva.
Yo, personalmente, siempre me he considerado un intruso en ese oficio tan disparatado. Jamás me tuve por un artista, como aquellos que admiraba en la radio, cuando de niño soñaba con pisar las mejores salas de fiestas y escenarios. Nunca imaginé que gracias a la canción visitaría varios países americanos, me recorrería todas las capitales de España y casi todos rincones de Aragón, o llegaría a grabar más de 150 canciones en 15 discos. Sin olvidar mi pasión por las letras, que me ha permitido editar varias novelas, poemas, tres biografías y algún ensayo.
Me siento enormemente pagado. Este año celebro el 50 aniversario de mi debut en el teatro Marín de Teruel, cuando en 1969, Labordeta y yo (con mi compañero César Hernández) fuimos invitados a participar en un concierto benéfico navideño. Quiero este año grabar en directo un disco pero, sobre todo, quiero reencontrarme con todos aquellos que alguna vez acudieron, medio engañados, a escuchar a ese chico de Alloza que, según dicen… no cantaba mal.
La medalla que ustedes me conceden tiene el título de Cultural. Y me consta, Sr. Presidente, su pasión personal por la Cultura. La cultura, además de fuente de ingresos, alimenta al individuo y enriquece a la sociedad. La cultura, en general, significa el mayor patrimonio de un pueblo, el escaparate más brillante y eficaz para explicar a un extraño cuáles son nuestras señas de identidad.
Miren, hoy mismo se estará montando en algún rincón de esta tierra un nuevo negocio; nacerá con pretensiones de permanecer. Casi seguro que ese proyecto no alcanzará los cien años. Casi seguro. Pero no tengan la más mínima duda de que si dentro de cien, doscientos o mil años, alguien sobrevive sobre el planeta Tierra, si le da por pensar en una región llamada Aragón, inevitablemente le aparecerán las referencias de Luis Buñuel y Francisco de Goya. Nuestras mejores marcas son personas.
Y no serán menores otros creadores que han logrado prestigio y admiración en todo el mundo: desde Baltasar Gracián, María Moliner, como el de Pablo Serrano, Ramón J. Sender, los hermanos Saura, como Raquel Meller, o Pablo Gargallo… Por citar solo unos cuantos. Creadores que tuvieron que salir de su tierra para desarrollar su obra.
Nuestro mayor obstáculo es que somos pocos en Aragón, porque sin espectadores, sin consumidores de cultura, solo crece el desierto. Si prescindimos del tesoro cultural y artístico, seremos pocos y además, miserables. La ausencia de cultura provoca desolación, retroceso y miseria. Como dijo el escritor y pensador Manuel Rico: “Sin autores no hay cultura y sin cultura una sociedad es democráticamente más frágil y más permeable a las amenazas de la irracionalidad y el autoritarismo”.
Esta medalla que me entrega el gobierno de mi pueblo colma, señor presidente, todas mis ambiciones. En varias ocasiones he correspondido a esa generosidad con algunas canciones que hablaban de nosotros, de La Paca del Cañizar, de Pascual, de Aurelio el de Samper; me acordé de la tierra hermana en “Cuando vayas a Huesca”, o recordé que este es un empeño que hay que construir “Con la ayuda de todos”.
Pero la canción que resume todo lo que siento la compuse en Barcelona en 1974. La bauticé con un título irreal: “Me gustaría darte el mar”. Desde entonces me ha acompañado. La interpreto en todas las latitudes y siempre, siempre, la comprenden. Ese “Mar cansado y bello, que cobijó grandeza y trueno” resume todo lo que siento por esta tierra; y ahora querría despedirme interpretando otra canción que resume todo lo que soy: “De Teruel no es cualquiera”. No sin antes citar al Tío Romualdos, de Alloza, tan alérgico a los excesos de la gloria, que un día me escuchó presumir de éxitos, y me advirtió:
“¡Joaquín, y pa’ qué tanto!”