Brassens : el cantautor que no quería ser cantante

Georges Brassens es “el cantante francés”, el artista que tiene un hueco en todos los hogares galos, el patrimonio sentimental de una nación que mira con lupa a sus ídolos. Georges Brassens es el cantante más prestigioso y menos escuchado. En España. El poeta que luce en cualquier charla chic, en esas donde un toque elegante consiste en recitar un verso de algunas de sus canciones. Pero se pueden contar con etcétera los verdaderos conocedores de su obra. Sucede algo muy extraño con este artista: o se le quiere o se le desprecia. Si se le ama, lo es hasta el fanatismo; si se le odia, lo es por indolencia, por desconocimiento.

Un tocadiscos, un profesor, un gorila

El profesor colocó un LP en el tocadiscos y les advirtió: “Estad atentos. Vais a escuchar algo único”. Cuando comenzó a sonar aquella voz grave los alumnos se miraron entre sí con aire de hastío: ¡qué mierda es esta! Uno de ellos se atrevió a orientar al joven enseñante: “Oiga, nosotros no tenemos nivel como para entender una canción francesa”. El maestro detuvo la audición y comentó: “Vale, os vos a traducir antes la canción”. El profesor era José SanchisSinisterra y el alumno Federico Jiménez Losantos. El lugar, el colegio menor San Pablo de Teruel. En ese mismo acto José Antonio Labordeta esbozaba una ligera sonrisa bajo su moustache de aspecto galo. El cantante francés era Georges Brassens. Corría octubre de 1969 en todos los calendarios.

En plena primavera del 68, mientras los estudiantes parisinos trataban de localizar las aguas marinas bajo los adoquines del barrio latino, los bachilleres de Teruel escuchaban a su profesor Labordeta entonar Los ejes de mi carreta. Nadie sabía dónde caía París, pero algunos habían escuchado Cheveuxlong, idéescourt, de Johnny  Hallyday y Love me, pleaselove me, de Michel Polnareff. ¿Cómo era posible? Por alguna razón extraña, al quiosco de la plaza del Torico llegaba mensualmente un ejemplar de Salut les copains, la biblia juvenil de la canción pop gala. Juvenil y pop, valga la redundancia. Con la vida y milagros del mencionado Johnny Halliday, Françoise Gall, la intrigante SylvieVartan, el guapo Jacques Dutronc o su novia la enigmática Françoise Hardy. Apenas alguna referencia sobre Jacques Brel, que en 1959 había publicado Ne me quittepas, un poco de Aznavour, que brillaba en Europa con La bohème, algo de Gilbert Bécaud, que solía pasear por TVE su dramático y sobreactuado Et maintenant, y pare usted de contar. Salut les copains, ya lo hemos dicho, era una revista pop, un canto exagerado a la dicha de ser joven y al enojoso asunto de celebrarlo a bordo de envidiables deportivos rojos. Problemas, no, por favor.

Así que nada del núcleo duro de la chanson, esa creación estrictamente francesa que pone el acento en unas letras que aspiran a una calidad literaria (Canción de Autor, el término utilizado en España). Nada sobre los correosos Léo Ferré (no confundir con Nino Ferrer) y Georges Brassens. Correosos y anarquistas declarados. Tipos sospechosos. Con sus discos vetados en la frontera española. Manifiestamente enemigos de esta dictadura franquista que en 1964 había celebrado con sopor sus 25 años de paz y armonía. Un Léo Ferré que cantaba en Le bateauespagnol“Qué dulce es el camino de España, qué dulce el camino de regreso”. Y Georges Brassens, el sureño nacido en Sète, la “pequeña Venecia” del Languedoc,  que acoge en su Cementerio Marino los restos de Paul Valéry. 

SanchisSinisterra trajo al taller unos cuantos discos de vinilo (bueno, no existían otros): Atahualpa Yupanqui, Paco Ibáñez, Serrat, un tal Raimon, compañero suyo de facultad y un francés llamado Georges Brassens. ¿Un francés? En el tocadiscos sonó Le gorille y cundió el desánimo: nadie entendía nada de aquella especie de tarantela. Nos miramos entre nosotros y soplamos. Aquello era un tostón. Sanchis reaccionó de inmediato y explicó: “Tenéis razón. Debería haber traducido antes de escuchar”. Y nos contó la historia de un gorila que se escapa de la jaula del zoo; se encuentra con una vieja y un juez y abrumado por su deseo sexual decide desfogarse. ¿Por quién se decidió? ¡Por el juez! Al que viola a la sombra de un árbol. ¡A un juez!  ¿Eso contaba una canción? ¿Pero es que las canciones, todas las canciones, no hablan de amor, de celos, de desencuentros, de pasiones y de felicidad? Al parecer, había un intérprete en Francia que cantaba otras cosas, nada parecido a lo que habíamos escuchado nunca.

Personalmente me abrió unas puertas y unas ventanas sobre la vida, sobre la cultura, sobre la música que yo, jamás, nunca, había sospechado que pudieran existir. Ya empezaba a componer bajo la atenta mirada de mi profesor José Antonio Labordeta, que también hacía sus pinitos, y a partir de ese momento supe que la música era algo que contaba la vida y no la vida imaginada. La vida. Labordeta también lo descubrió. Él dedicó su atención hacia ese entorno de miseria secular que era Teruel; las arcillas, los leñeros, los masoveros. Yo imaginé la existencia de una sociedad salpicada por la hipocresía y escribí La beata. Ahí comenzaba todo. Y soñé: un día iría a Francia y conocería a ese Georges Brassens.

Escritor sin editorial

Ese Georges Brassens había nacido en Sète el 22 de octubre de 1921. Al abrigo de una familia humilde, compuesta por un padre albañil y una madre ama de casa, italiana de origen. La villa está enclavada en una colina, que es un observatorio hacia la dulzura de ese Mediterráneo que tantas veces aparece en las composiciones de este trovador. El mar crea profundos lazos de arraigo entre las gentes que crecen en sus orillas. Brassens compuso Súplica para ser enterrado en la playa de Sète para contar que solo aspiraba a descansar bajo la sombra de un modesto pino en el Cementerio Marino, el mismo que acoge a Paul Valéry, que contempla los albores desde el repecho de su tumba. Un lugar de ensueño para reposar. Que nadie le llevara flores, suplicaba Brassens, sólo la música italiana de su madre, pero también el mistral y la tramontana, algún fandango español, la tarantela y la sardana, de esos amigos del otro lado de los Pirineos. En esa canción de 7 minutos explica todo el proceso de su funeral. Alguien le preguntó por qué tanto detalle: “Me da igual donde me entierren; solo es una excusa para una canción”. Y es cierto, porque no está su tumba en el Cementerio Marino. Lo depositaron en Le Py, conocido como el Cementerio de los Pobres, uno más modesto con vistas menos exclusivas. Pero sus fans no lo saben; toman la letra de la canción y se plantan  ante el Marino para emocionarse. Bueno, para decepcionarse. El desesperado guarda del lugar ha tenido que colocar un letrero escrito a mano, a la entrada, que advierte con enojo: “Brassens no está enterrado aquí. Está en Le Py”.

El joven Georges enseguida descubrió que si se quedaba a vivir en ese pueblo, gozaría de una vida placida como la de sus padres, pero no podría desarrollar todo el castillo de ilusiones que su maestro Alphonse Bonnafé le había descubierto. Era mal estudiante, pero buen soñador. Eso contaba el profesor a sus padres. Déjenlo ir, que vuele. Tiene madera. Y en 1940, con 19 años desembarcó en París. A empaparse de escaparates, de librerías, de ruido, de libertad. Amanecía tarde y se dejaba tragar por la euforia que proporciona el alcohol de unos bistró que ofrecen diversión a bajo precio. Chicas y música, la combinación perfecta.

Cuando no leía, bebía, o bebía mientras leía. Encontró trabajo en la Renault y durante la ocupación alemana de Francia, en 1943, fue destinado a una fábrica de la BMW en el campo de Basdorf, para el Servicio de Trabajo Obligatorio, pero en un permiso ya no regresó. Decidió esconderse en una modesta vivienda de París, allá en l’impasseFlorimont, de un matrimonio con espíritu solidario, amantes de los gatos, perros y patos. Ella era la Jeanne, 30 años mayor que él, a la que dedicará la tierna La cane de Jeanne, y él, Marcel. Tan a gusto se encontraba, tan cómoda se le hacía la existencia con esa pareja, que su estancia se prolongó veintidós años. En 1954 comprará esta casa y la contigua para evitar su especulación.

Mientras pasaba el tiempo en su pequeño cuarto de la buhardilla escribía. Escribía canciones sobre sus primeros amores, casi siempre jóvenes prostitutas: La fille à cent sous, Le mauvaissujetrepenti, Putain de toi…, que… provocaban los celos de Jeanne. Ambos vivieron un romance particular, libremente aceptado por Marcel.

Escribía artículos, poemas. Colaboraba con sus soflamas anarquistas en Le libertaire, donde mostraba su irrenunciable individualismo:“No tengo necesidad de maestro. La noción de maestro es contraria a mi naturaleza. Prefiero equivocarme solo que tener razón con los demás”, contaba en aquellos días. Y en 1947 escribió La luneecouteaux portes, un librito de 46 páginas con una serie de artículos incendiarios, donde saciaba toda su mala leche. Con esta obrita, Georges, se destapó como un auténtico provocador: envió a la editorial Gallimard (la más importante de Francia) su manuscrito solicitando su edición. Realmente osadía no le faltaba. La distinguida editorial no le respondió, algo que suele ser bastante habitual. Brassens entró en cólera ante semejante desplante y decidió un golpe de efecto: autopublicó su libro inscribiendo en la portada con letras destacadas Gallimard. Y en la colección Leve-Nez, que puede traducirse como “despistado”. Tomó un ejemplar y lo remitió a la editorial de París, con el propósito de que la desfachatez acabase en un escándalo nacional, con jueces de por medio. La fama. Gallimard no se dio por aludida, mostrando su despreciable silencio como única respuesta ante el libro que aprovechaba su sello editorial. Georges, al cabo de un tiempo sin obtener respuesta, se subió por las paredes y redactó una carta donde mostraba todo su desprecio por semejante afrenta, insultaba al director, y le amenazaba con acudir a la justicia ¡por no haberle denunciado! Y Gallimard siguió en silencio. Ese era el talante dinamitero de este hombre poco amigo de los remilgos burgueses. Eso sí, con el tiempo, cuando ya Brassens era una celebridad, la potente editorial le publicó varias obras. Venganza fría.

Canciones. Escribió canciones y letrillas que describían con ironía aquel París de postguerra, salpicado de gentes que salían a la calle sin miedo, que nutrían los destartalados cabarets que ayudaban a eliminar de sus ropas el olor a cerrado, la peste de años de miedo y escasez perruna. Escribía sin conocimientos de solfeo ni música. Por instinto. Una vez redactada la letra, golpeaba con los nudillos sobre la mesa de madera del comedor, hasta encontrar el ritmo. Luego, en el piano (del que obtuvo ligeras nociones en casa de una tía), buscaba la melodía. Asombra su intuición melódica que bebía de las fuentes del jazz, del manouche, y de aquellas resonancias napolitanas que su madre le entonaba en su infancia. Esos dos caudales alimentaron durante toda su vida sus creaciones.

Todo el mundo frecuentaba esos antros donde se bebía, se podía comer un bocado y donde, siempre, alguien, entonaba tristes canciones de un amor hundido en la añoranza de un París que ya era otro París. Allí acudía cada noche Georges. Al cabaret con mayor solera Au lapin agile o alPatachou, ambos en Montmatre: un antro, Patachou, fundado en 1948 por HenrietteRagon, actriz y cantante apadrinada por el mítico Maurice Chevalier,  que acabó adoptando el  nombre artístico del propio cabaret: la Patachou. Georges llegaba, se pedía un pastis o un café (apenas le gustó el vino, pese a componer una canción a su espíritu) y contemplaba el arte de esa mujer, que se había propuesto que su club fuese un lugar decente: el recinto estaba decorado con trozos de corbatas cortados con tijeras a los clientes manoseadores. Brassens escuchó a esa mujer con arrobo, a otros artistas (por allí pasaron más tarde Jacques Brel, Charles Aznavour), que aspiraban a pisar las tablas del Bobino, del Olympia. Entonaban canciones alegres, pícaras, piezas para provocar la risa de un espectador amargado por su propia existencia. Todo era mentira, pero los sueños y el alcohol ayudaban a sobrellevar la miseria. Una noche, al finalizar la jornada, Georges logró vencer su enfermiza timidez y se acercó a Patachou. Consiguió contarle que tenía algunas canciones escritas y que le gustaría que ella las interpretase.  “¿En serio? ¿Haces canciones? Vale, cántamelas”, le invitó esa mujer decidida, resuelta, que tenía tan solo tres años más que Brassens. El muchacho tomó la guitarra, ascendió al pequeño escenario su desordenado corpachón, ese bigote galo y esa mirada pícara y tierna. Era visible su nerviosismo. Tanto que el contrabajista de la casa, Pierre Nicolas, tomó su instrumento y decidió acompañarle para que se sintiera más arropado.

Patachou se sentó distraída, agotada de tantas horas de artisteo. Pero curiosa por ver qué podía cantar ese tipo al que los dedos se le tropezaban entre los estrechos márgenes del mástil de la guitarra. Y oh, se sintió paralizada. ¿Qué historia era esa?

–¡Espera, espera! ¿Tú has escrito eso? –le preguntó levantándose del taburete.

–Sí –le respondió un asustado Georges, que supuso que su oportunidad había finalizado.

“Eso” era Hecatombe. La historia de unas verduleras en huelga que, asaltadas por unos gendarmes, tratan de cortarles los huevos.

–¿Tienes algo más… dulce? –le consultó la cabaretera.

Tenía Le petitcheval, la historia de un caballito que aspiraba a conocer el buen tiempo. Siempre con buen humor, siempre hacia delante. Un tierno relato escrito por Paul Fort, el insigne poeta.

Y cantó más, Le gorille, La mauvaisereputation. Patachou sintió que estaba ante alguien que venía a revolucionar no solo la escena si no toda la chanson. Un viento nuevo. Su sustituto.

–Pásate mañana, Georges. Con tu guitarra.

–¿Para cantar yo? –preguntó asustado Brassens.

–Claro, ¿quién si no?

Aquello le emocionó.

–Es que yo no quiero cantar. Me gustaría que las interpretase usted.

No era el primer garito al que se dirigía para mostrar sus composiciones. Siempre le habían respondido que esas canciones eran demasiado retorcidas, muy largas, y ¡tan provocadoras!

Eso no puede gustar a esta gente que viene a divertirse.

Así que, al día siguiente, temblando como un junco, excesivamente compungido, sin atreverse a mirar al escaso público que atendía con desidia, pero con la complicidad de Pierre Nicolas, entonó Brave Margot, la campesina que adopta un gatito y lo refugia en sus senos. Pero fue cuando remató Le gorille cuando se sorprendió: el auditorio estaba mudo. En realidad ese puñado de espectadores no podía creer lo que estaba escuchando. Nunca habían oído una letra semejante. “Car le juge, aumomentsuprême/ Criait «maman !», pleuraitbeaucoup/ Commel’hommeauquel, le jourmême/ Ilavaitfaittrancher le cou. Gareaugorille!”

Y París se volvió loco

Toda una declaración de principios contra la pena de muerte. Llevada a una asombrosa exageración, cuando el juez que había ordenado cortar el cuello a un condenado es violado por un gorila huido de un circo.

Era el 6 de marzo de 1952. Comenzaba en Patachou la carrera del más grande cantautor en lengua francesa, ese que  movió a Gabriel García Márquez a declarar que Georges Brassens era el poeta francés más importante del siglo XX: “Apareció por entre las bambalinas como si no fuera la estrella de la noche, sino un tramoyista extraviado, con sus enormes bigotes de turco, su pelo alborotado y unos zapatos deplorables, como los que usaba su padre para pegar ladrillos. Era un oso tierno, con los ojos más tristes que he visto nunca y un instinto poético que no se detenía ante nada”, contó el premio Nobel muchos años después, impactado por esa única vez que vio a Brassens en el Olympia. No exageraba: en 1967 recibía el Grand Prix de Poésie.

Le gorille se grabó trece días después de debutar en Patachou, el 19 de marzo, gracias a la aparición de Jacques Canetti, un verdadero talento para olfatear futuras estrellas. Canetti era un judío ruso, editor en discos Philips, propietario del café Les TroisBaudets, del mítico Olympia, y hermano de Elias, premio Nobel de Literatura en 1981. Canetti hizo debutar a personalidades del tamaño de ÉdithPiafCharles TrenetJulietteGrécoJacques BrelSergeGainsbourg, o Claude Nougaro. El 19, pues, se grabaron Le mauvaissujetrepenti (El cabrón arrepentido) y El gorilaen 78 rpm, en los estudiosSalle Pleyel. Algunos de los propietarios del sello que escucharon las desvergüenzas del tan obseso simio se opusieron ferozmente a que semejante “animalada” apareciera en tan prestigiosa editorial. Se encontró una solución intermedia, ante el opulento negocio que se intuía con semejante canción. Se incluyó en el nuevo sello Polydor, una marca menos prestigiosa.

Desde el primer instante se convirtió en un escándalo, pero, también, en un éxito. Todos en París comentaban la letra de una canción que utilizaba expresiones soeces y relataba la violación de un juez. A partir de ese día. Georges es reclamado de numerosos cabarets y escenarios para exponer esas canciones que no se parecen a ninguna.

Canetti entiende que Brassens no está aún preparado para dar el gran salto así que le hace practicar en pequeños locales, le lleva por provincias en espectáculos de music-hall, hasta que, un año después, el 16 de octubre de 1953 debuta como cabeza de cartel en el Bobino, tras el telonero Henry Salvador (ojo, en esos años no existe el recital de un solo artista, tal como lo entendemos hoy. Habitualmente intervenían varios intérpretes que cantaban cuatro o cinco canciones). Lo hará con el mismo contrabajista que le acompañó en Patachou, Pierre Nicolas, un hombre campechano, un verdadero músico, de la misma edad que Georges, que casualmente había nacido en l’impasseFlorimont, y que se mantendrá siempre al lado del cantautor hasta su muerte.

Francia se rinde a su genio, a ese talento poético original, desvergonzado, a esa mirada única capaz de retratar la verdadera esencia gala. Nadie hasta entonces había descrito con esa mezcla de ironía y ternura,  a personajes como la torpe putilla, o el grotesco gendarme, pero con desalmada crueldad al sádico burgués, o al cenutrio gilipollas. Dedica a Marcel, esposo de la Jeanne, la conmovedora Chansonpourl’auvergnat (traducida en español por Paco Ibáñez como Canción para un maño), donde relata su agradecimiento a quien le dio un trozo de pan cuando moría de hambre: “Que te lleve el enterrador, al cielo si hay dios”.

En su vida había aparecido en 1947 JohaHeiman, Püppchen, (“pequeña muñeca” en alemán), una mujer 13 años mayor, de origen estoniano, que se convierte en su asesora, en su guía, en esa mano que conduce a ese ser demasiado receloso y tímido. A ella dedica multitud de canciones. “No es mi mujer, es mi diosa”, confesará abiertamente.

Con ella forman un equipo que rompe todas las normas burguesas. Nunca se casaron, tampoco vivieron juntos. Residían en el mismo pueblo pero cada uno en su casa, una fórmula que, según Brassens, contribuyó a que esa unión perviviese toda la vida. A ella le dedicó varias canciones como Saturne (“fea no es la flor de otoño, que describe el sentimiento de ser amado por una mujer mayor, como era Joha), Je rendezvousavecsvous (“Tengo una cita con usted”), un relato enternecedor sobre la llama que sostenía a ambos enamorados, por encima de cualquier otra distracción terrenal: “Su majestad don Dinero/ Como no caigo en su red/ Me tiene a raya y sin cuidado me tiene/ Tengo cita con usted/ Los bienes que más confortan/ En su amor los hallaré/ Y lo demás que me importa/ Tengo cita con usted”.

En 1958 adquirió en Crespières un precioso molino, con una vivienda amplia y soleada, con un parque verde y esponjoso desde el que contemplar un arroyo que atravesaba la finca, le mouline de la Bonde, un lugar perfecto para invitar a sus numerosos amigos que ya no podían acomodarse en l’impasseFlorimont.

Una estampa bucólica ideal. Y en la orilla de ese riachuelo se levantaba orgullosa y altanera una deslumbrante encina. Georges compone un canto a ese árbol, al espíritu que nos empuja a conservar las cosas desgastadas que nos proporcionan una felicidad entrañable, reconocida: “Ahora tengo fresnos/ árboles de Judea/ todos de buena simiente/ con mucha solera/ pero tú faltas a mi llamada/ mi único árbol de Navidad”.

Imaginen mi emoción incontenible el día en que me invitaron a participar en el Festival Brassens de Crespières,  Tuve la fortuna de que en el reparto de habitaciones a los participantes, alguien me preguntara si “deseaba alojarme en el molino de Brassens. Sus actuales dueños lo han ofrecido”. Cómo rechazarlo. Pude recorrer las estancias donde este hombre había sido feliz, acariciar la mesa de nogal donde se sentó a escribir varias canciones que luego ¡fueron grabadas allí mismo con un magnetofón de dos pistas!, sentarme en los sofás del gran salón donde a menudo se acomodaban a escuchar a Brassens amigos como Lino Ventura, Jacques Brel, Moustaki, Canetti, o su secretario personal Gibraltar (que acudió a Crespières a este homenaje) e imaginar esas noches interminables en que Georges entonaría el más rotundo canto a la amistad con el título de Les copainsd’abord  (Los amigos, lo primero). Tras la comida, el dueño del molino me propuso con mirada picarona:

–¿Quieres dormir en la cama de Joha?

–¿En la cama de su mujer? –le pregunté extraviado.

–Sí. Ellos tenían habitaciones separadas.

Me pareció irrespetuoso. Embarazoso. Como si me atreviese a violentar su intimidad. Como si le pusiese los cuernos a Brassens.

–¡Me encantaría! –respondí resuelto.

Y dormí allí, en el mismo lecho que había reposado la serena Püppchen, la mujer a la que Georges había dedicado La non demande en mariage. (La no petición de casamiento).

“Soy primitivamente medieval”

Si Georges Brassens suscita una devoción exagerada, gran parte de culpa la tienen sus textos. Logró romper con sus canciones una cierta actitud gala que invita a vivir hacia adentro,  a mostrarse púdicos en las relaciones vecinales. Todo lo contrario del carácter español que encuentra el calor en las calles y en las tabernas. Brassens retrató como nadie el verdadero sentir francés, lo desnudó de hipocresías y lo mostró bañado en humor. Pero además, sacó los colores a una sociedad pacata que entiende que la mejor manera de que no existan las cosas es no nombrarlas.

En sus primeros textos, Georges exhibe un descaro insultante, unas descripciones descarnadas de la realidad social. Se nota influido por Charles Trenet, el autor de La mer, al que admira sin reservas, conocido como “el padre de la chanson”, el inventor de la canción moderna francesa, pero sus pulsiones están distanciadas por la edad: se llevan 9 años. Ya en sus primeros discos, Brassens, deja clara sus intenciones: nada de hipocresías. Al pan, pan y la carne cruda. Además del escandaloso gorila, Georges publica canciones como La mala reputación, que gracias a la versión de Paco Ibáñez descubrimos que este hombre no se levanta de la cama al reclamo de los desfiles militares. Y a partir de ahí toda una colección de variantes alrededor del sexo, de los cornudos, de los cabrones, de las pésimas amantes. Como Misogynie à part  (Misoginia al margen) donde relata el aburrimiento que le supone su mujer en la cama: “Pesada, coñazo e insoportable también (…)/ Me aburre y echo de menos/ mis amores con la monjita/ que me birló el obispo”. Fernande, la historia de una obsesión, de un calentón, por una mujer de bandera: “Cuando pienso en Fernanda/ se agranda, se agranda (…) mas si pienso en Inés/ Señor ni a la de tres/ esto de la erección/ escapa a tu control”. Pero también historias tiernas, canciones delicadas, emotivos relatos de amor, como Le vent, Le paraplue, Les lilas

A partir de entonces se puede constatar en sus canciones una serie de “argumentos” predilectos, temas que se repiten con frecuencia: la visceral inquina al orden establecido, y todo lo que lo sustenta (gendarmería, burguesía, capitalismo) por el contrario, la piedad por los débiles frente a los poderosos (los desvalidos, las prostitutas, las pobres gentes sin horizonte. El gusto por la provocación. El relato pormenorizado de las relaciones humanas, cuanto más humanas mejor (prostitución). El desprecio a las miserables capas medias que se comportan con crueldad sobre las capas inferiores, resumido en les croquants (los brutos): “Los brutos van a la ciudad a caballo de sus dineros/ a comprar vírgenes a las santas buenas gentes”. El amor entre gentes modestas. La libertad total, sin ataduras. La religión y todas sus creencias, que son ridiculizadas con crueldad.  

Y todos estos temas vienen servidos en unos textos pulcros, que retoman palabras a menudo en desuso, que ponen de relieve la calidad cultural de su autor. Unos textos obsesivamente trabajados hasta lograr que ningún ripio se cuele en una rima. Georges ha leído a los clásicos y se ha empapado de las reglas escolásticas para lograr contar una historia.

Pero compone sin respetar los formalismos de lo estandar: a menudo no incorpora estribillo y sus canciones suelen ser muy largas. No le importa; él canta porque tiene la necesidad imperiosa de contar una historia. 

Es esta elegante perfección la que seduce a compositores españoles como Javier Krahe o Joaquín Sabina (en el primero está muy claro) que, además de emular su impecable redacción, aprenden de él a no dar por terminado ningún texto hasta lograr dar con la palabra exacta, precisa. Seduce a todos los cantautores catalanes que se agrupan bajo el nombre (tan brassensiano) de ElsSetzeJutges (Los dieciséis jueces), y muestran esa querencia francesa por la música y las palabras. Y aprenden también a relatar una historia con gracia y desenfado.

Brassens es como canta. El mismo arriba que abajo del escenario. Un caso bastante insólito. Si sobre las tablas es una criatura tímida y desorientada, que jamás saluda, que no comenta una canción, al bajar sigue mostrando su extrañeza ante la pompa del artisteo, ante la excesiva admiración de sus seguidores. No va con él. “Soy primitivamente medieval”, decía a menudo, sobre un mundo que le parecía demasiado hipócrita, complicado. Solo se refugia en la confianza de sus inquebrantables amigos. Jamás superó la vergüenza. En realidad, confesó, no era tímido, era otra cosa: “Yo tengo horror al ridículo. No podría cantar ante gente que sé que no les gusto”, confesó. Nunca le gustó “actuar”. No entendía el papel del artista que debe jugar un rol distinto cuando se sube a un escenario. Solo aceptó ponerse un traje y una corbata para cantar, nunca en su vida diaria. “Jamás voy a cócteles, a actividades artísticas. No tengo que hacer vida social. No tengo necesidad de contar mi vida. Vivo el sambenito de que me digan que soy rudo, bruto, y no es cierto, es mi tono de voz, mi figura”. (Sorprendentemente José Antonio Labordeta comentó algo semejante: “Me dicen que soy muy triste y no es cierto. Soy un tío divertido, lo que pasa es que esta cara no me favorece”).

Y jamás se calló. Mostró siempre su ideología anarquista frente a todos los convencionalismos burgueses. Escribió algunas canciones explícitas contra la guerra, donde declaró que es mejor vivir que perder la vida por algunos ideales. En la larguísima Les deuxoncles (Los dos tíos), habla del enfrentamiento entre el tío Martín y el tío Gastón, galo y teutón, y se mofa de que su ideología les ha llevado a la muerte: “Que ninguna idea sobre la tierra es digna de una muerte/ que hay que dejar ese papel a los que no la tienen (…) Que los únicos generales que hay que seguir/ es a los soldaditos de plomo”. Esta canción le trajo bastantes problemas entre la gente que le reprochaba no tener nada en que creer, en pensar que los que habían muerto por el ideal patrio, lo habían hecho en vano. Volvió a insistir en Mourirpour des idées(Morir por las ideas), que desde hace unos años es muy celebrada entre los no beligerantes: “Oh, vosotros los agitadores/ Oh, vosotros, los buenos apóstoles/ morid, pues, los primeros/ os cedemos el sitio/ Pero, por favor, ¡joder!/ dejad vivir a los demás (…) Morir por las ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta”. Redundó su inquebrantable rechazo a las guerras con Le patriote porque “lo que agria el carácter de nuestros mancos/ no es no poder pellizcar las nalgas/ si no no poder hacer el saludo militar”. No se le podía pedir más sarcasmo.

Y en esa obsesión por no atarse a ninguna idea manipuladora, en ese desprecio a seguir al rebaño, escribió una canción que ejemplariza su profunda aversión a los nacionalismos, que hoy adquiere gran actualidad en España: La ballade des gens quisontnésquelquepart (Balada de la gente que ha nacido en algún sitio). El principio ya es fulminante: “Es cierto que son bonitos todos esos pueblecitos/ esos burgos, esas aldeas, esos lugares, esas ciudades/ con sus castillos, sus iglesias, sus playas/ solo tienen un punto débil y es estar habitados/ y es estar habitados/ por gentes que miran/ el resto con desprecio desde lo alto de sus murallas./ La raza de los patriotas, de portadores de estandartes/ Los felices imbéciles que han nacido en alguna parte”.

C’etaitd’abord la musique

“Lo primero fue la música”, repitió Brassens toda su vida. Es curioso que este hombre que ha pasado a la historia por redactar unos textos ingeniosos, brillantes, emocionantes o tiernos, haya recalcado una y otra vez que en su vida lo primero es la música: “No me interesaría absolutamente nada escribir si no fuese a mezclarlo con música. Amo la música por encima de todo. Una canción pasa a la historia por su música, no por su texto. Lo que más me hubiera gustado es ser músico de Ray Ventura” (jazzista, director de orquesta y tío de Sacha Distel). Brassens comenzó a familiarizarse con la música a partir de dos fuentes: las melodías italianas que le entonaba su madre, de procedencia napolitana, y que se aprecian claramente en multitud de canciones y el jazz. El jazz que comenzó a escuchar a los 13 años a través de DukeEllington (fue también uno de los primeros en toda Francia que escuchó a Elvis y… le gustó), Armstrong o el mismo Django Reinhardt. Sus melodías son sencillas y pegadizas pero nutridas de unas riquísimas armonías. Es un músico para músicos. Tuvo que escucharse durante toda su vida que sus canciones se repetían constantemente, que siempre utilizaba las mismas fórmulas y que eran aburridas. No es cierto y de vez en cuando estallaba: “Sé que valgo para la música porque tengo oído. Y aquellos que afirman que mis músicas son inexistentes son, directamente, unos gilipollas”. Una forma de refutar este sambenito se lo ofreció su amigo Moustache, músico y humorista, que grabó algunas de sus canciones con varios instrumentistas en versiones de jazz, sin palabras. Ahí se apreció la riqueza de sus composiciones, las asombrosas posibilidades de sus melodías. Por otra parte, sus canciones han resistido el paso del tiempo mucho mejor que otras de sus colegas, como Jacques Brel o Léo Ferré. La prueba es que son incalculables las versiones que ruedan por el mundo, en todas las lenguas del planeta, un caso insólito. Esa aparente sencillez de sus melodías era una puerta abierta a convertirlas en cualquier ritmo o estilo. Las canciones de Brassens aceptan cualquier arreglo, todas las innovaciones. No envejecen.

Basta, para finalizar, constatar una conducta muy curiosa. Georges Brassens grabó doce discos (dejó otros dos inéditos que posteriormente a su muerte grabó Jean Bertola, pianista, compositor y cantante). Desde el primero al último no existen arreglos, tal como los conocemos; cuando tenía suficientes canciones llamaba a su contrabajista Pierre Nicolas y ensayaban. Finalmente grababan con guitarra y contrabajo y la colaboración (en ocasiones) del guitarrista JoëlFavreau). Siempre igual. Consideraba que esas melodías no necesitaban mucha más instrumentación. Precisamente, al ser tan sencillas de origen, admiten ahora cualquier arreglo, cualquier innovación.

Para cerrar este círculo que durante cincuenta años me ha procurado amar sin objeciones las canciones de este gran músico, aquel sueño de conocerlo se realizó… más o menos. Fui invitado a cantar en su propio pueblo, Sète, y en L’Espace que lleva su nombre, y que se levanta a pocos metros de su tumba. Un honor incalculable para un chico de Teruel. El recinto estaba repleto en aquella tarde de agosto, cuando, acompañado por  los franceses Les Tontons Georges Trio, comencé con Saturne. Era feliz. Y se me ocurrió entonar L’orage(La tormenta). Fue una provocación. En un suspiro los cielos se cabrearon, rompieron su modorra estival y lanzaron sobre la villa de Sète toda su irritación; cayeron rayos, truenos, piedras y ventoleras. “Hacía años que no contemplaba una tormenta como esta”, dijo un paisano de la localidad. Es posible que Brassens se hubiese incomodado ante mi desparpajo, mi osadía y mi falta de respeto. Siempre que vuelvo a cantar L’orage miro hacia arriba y pido perdón.

Georges Brassens falleció de un cáncer de intestino, el 29 de octubre de 1981, en un pueblo cercano a Sète, en la casa de su médico y amigo Bousquet. Sufrió toda su vida insoportables dolores causados por las piedras en el riñón y lo contó en su emotiva Dieux, s’il existe, ilexagère (“Cuando me preguntan por qué a veces dejo el escenario a mitad de un concierto, no es por falta de respeto; es que voy a mear una piedra”, confesó con evidente humor). Amante de los gatos y los loros, fumador empedernido de pipa (“Soy más fumador que cantante”, soltó con desparpajo, “por eso a menudo canto con la pipa en la boca”). Reposa en el Cementerio de los Pobres, en una tumba, con su hermana, su cuñado y Joha, y cuya lápida solo contiene un medallón con una pequeña fotografía y escrito “Georges Brassens. 1921-1981”. No hace falta más. Es el reflejo de su personalidad modesta y desconfiada de adjetivos altaneros, ajeno a mundanas vanidades. Al fin y al cabo, el cantante más amado de Francia.

Joaquín Carbonell es cantautor y turolense. Autor de dos CD’s con versiones en español de canciones de Georges Brassens: “Carbonell canta a Brassens”, con Joaquín Sabina y Pi de la Serra y “Homenage àtrois”, con Tonton Georges Trio.